Decidieron llevar mucha ropa de abrigo. Las noches empezaban a ser ya demasiado frescas, y ninguno de los tres quería aventurarse a caer enfermo. El viaje hasta el pueblo no iba a ser largo, pero no sabían cuánto tiempo les iba a llevar conocer sobre el desmayo de la madre de Silvia.
Nada más ponerse en marcha, en el camino encontraron un rebaño de ovejas; el pastor y su perro no estaban muy lejos. Samanta saludó al buen hombre enérgicamente, empero él ni se dignó a mirarla.
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– Espero que no toda la gente del pueblo sea igual que éste -, farfulló molesta.
A raíz de esto, Silvia y Tirso comenzaron a reír convulsivamente hasta que a Samanta se le notó verdaderamente molesta con tanto jolgorio.
- Ya te lo expliqué, Sami. Ellos no pueden vernos; estamos en mundos paralelos, pero no los compartimos… -, fundamentó Tirso.
- ¿Y por qué nosotros sí que podemos verlos a ellos? -.
- Somos nosotros los que estamos colados entre su mundo y el de los muertos, Samanta. Ya conociste a los Seres de Niebla, ellos son vasallos de Sua que desea nuestra alma para que aumente su poder; y si pueden nos detendrán para que él nos atrape y consiga tomarnos -, expuso la joven Silvia.
- Eso ya lo entendí, pero… ¿no es cierto que estamos protegidos por el Ser de Luz? ¡No hay que preocuparse tanto, nos salvará -.
Silvia asintió como inapetente de sus propias palabras, como si no estuviera completamente segura de lo que decía, aturdida ya de tener que dar tantas aclaraciones. Señaló el hospital, habían llegado.
Unos celadores charlaban animosamente
alejados de la entrada. No detuvieron a Tirso
que atravesó una puerta sin miramientos, ni lo hubieran sospechado; no le veían. Las chicas le siguieron atolondradamente como si fueran fantasmas noveles.