Samanta ya no sabía ni qué hacer. Abrió los ojos.
Se había dado la vuelta hacia el lado contrario a ese alguien, o quizá esa cosa, que respiraba arrítmicamente a su espalda. Al rezongar este ser invisible hasta el momento, Samanta no pudo dominarse por más tiempo en la cama tumbada, totalmente impasible, y conteniendo la respiración.
Se levantó exaltada en medio de la oscuridad y, a tientas, encontró una silla que empuñó como arma arrojadiza.
Gimoteaba por toda la habitación, rendida al no haber encontrado eso que tanto la había asustado.
-¿Dónde estás, dónde? ¡No me asustas…! ¿No vas a presentarte? ¡Eres un cobarde, un miedoso! ¡Un gallina medroso! ¡Un capón espantado! ¡Vete ya y déjame en paz! -, gritaba histérica, como fuera de sí.
Hacía mil y un aspavientos en la oscuridad, tirando con la silla, los papeles que tenía sobre la mesa, los libros que tenía en las baldas, el despertador y la lámpara que estaban en la mesilla… Nada más, nada de lo terrorífico y espantoso, que Samanta esperaba encontrar.
Rendida y convencida ya de que todo había sido resultado del sueño y el estrés, dejó la silla, y comenzó a palpar la pared para localizar el interruptor de la luz.
Justo iba a encontrarlo, cuando vio algo que la dejó inmóvil… El acuario, era el acuario… Algo raro pasaba…
El acuario burbujeaba, borboteaba, echaba espuma… era como si hirviera. Los destellos blancos y azules que de él salían, iluminaban toda la habitación.