Samanta siguió a Silvia hasta un mausoleo, el cual presidía la estatua de la
Virgen María y algunos estáticos ángeles que discurrían entre su manto. Era como un palacete rectangular, que entre ella y Tirso, habían acondicionado para que les sirviera de hogar. Cuando estuvieron dentro, Silvia le curó las heridas de los pies con hierbas medicinales y plantas curativas que abundaban por el cementerio, y me amenizó con su resuelta charla y sus radiantes risas.

- Y, dime, Silvia… ¿Quién es ese Él con el que Tirso amenazó a los Hombres de Niebla con contarle todo si me hacían daño? -.
- … Él es el Ser de Luz, el que viste combatiendo contra Sua, la criatura monstruosa de los ojos rojos. Los Hombres de Niebla son vástagos de Sua, y son débiles ante su poder; Sua y ellos quieren arrebatarte el alma antes de tiempo, antes de que mueras y el Ser de Luz pueda darte otras oportunidades en tu vida de redimirte y demostrar que eres merecedora de esa alma… -, explicó muy seria.
La sensación de no haber sido la única con la que el destino estuviera jugando así, hacía que Samanta en su nuevo sitio no se sintiera tan desesperada, aunque todavía a veces le parecía que estaba soñando.
- No sé… Todo esto es tan raro… -.
- Yo llegué aquí hace tres años, ya estaba aquí Tirso. Hay agujeros dimensionales por todos lados, pero siempre me ha dicho que es mejor no cruzarlos, y esperar a que Él venga a acompañarnos a la vida que nos corresponde -, continuó Silvia.
- ¿Eso no es rendirse? -, retorizó la otra, a la vez que se ponía uno de los vestidos de Silvia, y se calzaba unas botas que le había ofrecido.
- Cuando yo llegué, encontré a Tirso desfallecido… Había viajado por casi todas las dimensiones en diez años, y me aseguró que éste era el mejor mundo que podía encontrar para esperar a que Él nos dejara regresar -.
Mientras tanto, en nuestro mundo, Fabio, el novio de Sami, lloraba su ausencia.
Después se enteraría de que aquél que estaba dando la cara por ella frente a los fantasmas, era Tirso, el cual con voz autoritaria ordenó a los entes que se fueran de allí, y dejaran en paz a Samanta:


enfundado en un traje tan oscuro como la noche; la estaba observando fijamente desde el exterior del cristal, con sus sucias zarpas impresas en el acuario. Las quitó para remangarse, y atraparla en su nuevo escenario, cuando otro ser lleno de luz, al que Samanta no podía ver bien porque estaba cegada plenamente por sus brillos, se puso a luchar con el otro ser maléfico, encarnizadamente. Sin tener en cuenta lo que estaba pasando, uno de los peces de Samanta comenzó a dar vueltas alrededor de ella.
Quizá quería que le siguiera: buceó detrás de él y le llevó hacia la figura de una mujer con un cántaro de agua en la cabeza, o eso simulaba la figura estática. A Samanta le pareció que ésta tenía el brazo resquebrajado, pero al tocarlo para intentar arreglarlo, cedió, y la chica volvió a sentirse tan frágil e inconsistente como antes.