Después se enteraría de que aquél que estaba dando la cara por ella frente a los fantasmas, era Tirso, el cual con voz autoritaria ordenó a los entes que se fueran de allí, y dejaran en paz a Samanta:
– ¡Dejadla en paz si no queréis que Él lo sepa! -.
Se apartaron temerosos poco a poco, y cuando todos los seres se marcharon, el hombre también se echó a un lado, dejando a la vista a una muchachita de unos quince años que se escondía tras él. Parecía débil y muy frágil, pero le habló con determinación:
- Yo soy Silvia… Él es Tirso… Y hemos llegado aquí de la misma forma que tú, Samanta -.
- ¿Por un acuario? -, pregunté, menos consternada ya por no estar sola.
- No, yo llegué por un agujero negro que se abrió en la pared, y a Tirso se le abrió uno igual entre unas rocas de un río… Quiero decir que los tres hemos llegado a este cementero a través de un agujero dimensional -, explicó Silvia.
- ¿Y también visteis al ser de luz y al monstruo de los ojos rojos peleando antes de venir aquí? -.
- Claro, pero primero vamos a curarte esos pies cortados y descalzos; te dejaré algo de ropa también… -, anunció mansamente.
Tirso había desaparecido, pero su nueva amiga le dijo que podía quedarse tranquila; que no era muy sociable, y casi siempre prefería la soledad a permanecer con ella. Silvia la invitó a que se fueran antes de que las entidades malignas volvieran por allí.