Los Seres de Niebla estaban furiosos: no podían permitir aquella impertinencia de Silvia y Aníbal.
Samanta no quería verles sufrir, pero sospechaba que si se interponía, además de castigarles a ellos, también le darían un escarmiento a ella. Nadia, la mujer que siempre estaba a su lado, la sujetó para que no fuera en defensa de los jóvenes:
- Las cosas deben ser así, debes dejar que pase, Sami. A mí igual que a ti, me da muchísima pena de tus amigos… – refirió Nadia.
Sabía lo que iba a suceder; lo había visto otras veces. Nadia era una mujer corpulenta de unos cuarenta años, y hacía todo lo que podía para impedir que Samanta tomara parte en lo que a los chicos se les iba a venir encima.
Tal y como ella esperaba, Los entes sacaron de entre sus vestiduras unos látigos de fuego, que manejaban con soltura. El contraste con sus hábitos negros era extraordinario y alucinante. El olor a azufre y leña quemada se colaba a través del olfato, y ya era capaz de ofender y clavarse en la conciencia como si fuera una espada helada que se tatuara en el cuerpo.
Nadia estaba horrorizada. Se tapó los ojos; no podía mirar a los ojos absortos y opacos de Silvia, y a los aterrorizados y pávidos de Adrián. Enseguida supieron más sobre los látigos de fuego.