Los Seres de Niebla, como Samanta sobrecogida esperaba que hicieran, arremetieron a latigazos contra los dos jóvenes.
Los látigos ardían más fogosamente… Brillaban al rasgar la piel de Silvia, y su fulgor era inhibidor, cuando hirieron la piel encrespada de Aníbal. Los dos chillaban sin que nadie pudiera ayudarles; el arduo dolor era inaguantable, pero no se soltaron casi hasta el final, cuando ya habían sido casi extinguidas sus ganas de gritar y quejarse.
Las heridas recién abiertas no dejaban ninguna duda de lo que habían sufrido, pero Samanta lo había pasado muy mal también, y hubiera estado dispuesta a cambiarse por Silvia en cualquier momento. Cuando los Seres de Niebla concluyeron que ya era suficiente pánico el que habían creado, dejaron de azotar a los mártires y los recogieron del suelo.
Sus ropas estaban hechas jirones, al igual que sus almas maltrechas. Samanta, con las manos en la cabeza, se preguntaba qué sería de ellos.
Los látigos candentes que parecían rayos de sol, ya se habían calmado al no ser dirigidos por los fantasmas a ninguna otra víctima; era como si estuvieran vivos y se alimentaran de ese daño que infligían. Los rayos antes tan resplandecientes, se habían vuelto pardos, de un color tosco y zafio; los Seres de Niebla volvieron a guardarlos entre sus oscuras vestimentas.
Nadia todavía resistía las embestidas de Sami, que si no hubiera sido por ella, habría acabado metiéndose en medio de todo el embrollo. Vio por fin, que arrastras y semiinconscientes se llevaban a Silvia y a Aníbal a la fortaleza inacabada de Sua.